El símbolo de lo sagrado.
Por el camino nos han prescindido de lo que parecía imprescindible: una educación pública decente y una sanidad pública admirada por el mundo. Está permitido aumentar la brecha entre ricos y pobres, no pasa nada por eliminar las ayudas a los dependientes, maltratar a los inmigrantes, abaratar el trabajo y el despido a la vez que se suben los impuestos a la clase trabajadora. Podemos tener una Fiscalía Procorrupción, un cortesano más, defendiendo a los ladrones de guante blanco y un banco malo para que todos paguemos solidariamente sus desmanes mientras ellos expían su mala conciencia tomando un vinito en su residencia de la costa; para que aprendan. O en palacio. También podemos prescindir de la decisión de las mujeres sobre su propio cuerpo ya que al parecer lo gestiona el dios privado de unos señores y señoras que creen en él. Pero hay una línea roja, como dicen los cursis, que nuestra democracia no puede atravesar bajo ninguna circunstancia: el contenedor.
Pase lo que pase, el contenedor es inviolable. El contenedor es el tótem, el producto supremo, la obra cumbre de la Santa Transición. Todos somos contingentes, solo el contenedor es necesario. Más sagrado que una vaca en la India. Por el contenedor hacia dios.
La calle es ese territorio prohibido por la Cultura de la Transición, al que solo puedes salir en masa si gana tu equipo de fútbol. El milagro de la transición consistía en que permaneciéramos en nuestras casas mientras los profesionales manejaban el asunto todos a una, marginando al diferente y negando el conflicto. Cualquier conflicto. La versión más esperpéntica de esto es la que identifica toda protesta con el terrorismo. Aunque tiene sentido, a ellos realmente les produce terror ver a la gente en la calle, son muy de interior.
Entonces es cuando se convierte el contenedor en un símbolo. Todo está permitido: mentir en el parlamento, perseguir a un juez incómodo, indultar a torturadores, sacar a corruptos de la carcel… Pero a los contenedores ni acercarse. Durante el día los contenedores están muy solicitados. Hay tanta gente con su carrito del súper rebuscando en la basura que pronto habrá que coger la vez. Pero lo que de verdad le para los pulsos y le eriza el código penal a las autoridades y agregados periodísticos es ver un contanedor ardiendo. Porque, claro, el contenedor es carísimo y luego lo tenemos que pagar entre todos, al contrario que el agujero de los bancos, que lo paga Rita.
Basta de corrupción, basta de especuladores y de caciques mandamases.